Viajar o no viajar

 El auge del rechazo al turismo masificado, capitalista y depredador está teniendo algunas consecuencias que me parece que no eran las que se buscaban. Si la invasión de las ciudades o enclaves turísticos, la desaparición del tejido vecinal y el comercio local y la mutación en parques temáticos para diversión de grupos de turistas me parecen barbaridades inadmisibles y que, por desgracia, tienen difícil vuelta atrás, esa otra postura radical contra cualquier forma de viaje que se está empezando a ver me parece también, en cierto modo, peligrosa, porque niega algo que venimos haciendo y documentando desde antiguo. Las personas viajamos, hay cientos, miles de ejemplos de ello a lo largo de la historia. También invadimos por la fuerza, ya sea de las armas o del dinero, eso, desde luego, no conviene olvidarlo. El mal no está en el interés por conocer, por ver, por pasear, admirar y vivir, degustar, escuchar, respirar otros aires. El problema, para sorpresa de nadie, es el capitalismo. ¿Por qué? Pues porque el capitalismo neoliberal este que nos devora tiene la costumbre de convertirlo todo en parte de un supuesto mercado capaz de autorregularse. Y sabemos que eso es mentira: ni existe ese “mercado” como ente independiente de quienes analizan las cuentas de resultados de las empresas, ni se autorregula al margen de las decisiones de esas mismas personas. Esa es la gran mentira, la gran conspiración de nuestro tiempo, no la creación en laboratorio de viruses asesinos ni pájaros robóticos o la falsa llegada a la luna: la gran mentira es hacernos creer que una economía de mercado capitalista es natural e inevitable. Y no, para quienes solo concebís la economía en modo binario: no estoy reivindicando el comunismo como única opción alternativa, que os veo venir. Estoy, sencillamente, tratando de hacer ver que hay  infinitas opciones y si no las conocemos, si no las estudiamos, si no sabemos más sobre ellas, es porque, vaya por dios, no interesa. Pa que luego digan que no es una conspiración…

París, octubre 2009. Museo del Louvre. Renunciamos a intentar acercarnos a la Mona Lisa.

Al margen de esto, que ya me estoy yo yendo por los cerros de Úbeda, yo venía aquí para hablar sobre viajar. Cada vez que leo algún discurso contra el hecho mismo de viajar me viene a la cabeza, Ibn Battuta, viajero y explorador nacido en Tánger en 1304d.C. / 703 de la Hégira, uno de los más grandes viajeros de la historia. Y pienso en él como en otros y otras viajeros que, con curiosidad e interés, dejaron su hogar para conocer otros lugares y costumbres. En el fondo, creo que la mayoría de las personas a las que nos gusta viajar es eso lo que nos interesa: conocer, ver, disfrutar. El problema es que no nos han enseñado a hacerlo. El problema es que nos hemos tragado los documentales, las guías, los reels de Instagram, los videos de TikTok y eso es lo que hemos buscado, porque no hemos aprendido a viajar. 

Solo dos veces en mi vida he hecho viajes organizados. La primera vez tenía 12 años y fui con mis abuelos y mi hermana a Londres. Entonces no me pareció mal, quiero decir, la imposición de horarios, recorridos, el estar al margen de cualquier decisión era lo habitual, éramos niñas y hacíamos lo que no decían e íbamos a donde nos llevaban. La segunda vez tenía 27 años y fui a Italia con mi marido para celebrar nuestro primer aniversario. Fue un viaje por todo el país, que yo ya sabía que iba a ser superficial, porque 8 días para ver Milan, el lago Como, Verona, Padua, Venecia, Pisa, Florencia, Siena, Asis y Roma no dan ni para empezar. Después de aquel viaje, decidí que nunca más: me llevaron a sitios que no me interesaban y no pude ver sitios que me interesaban mucho. Por ejemplo, en Padua tuvimos que correr, escapándonos de la cafetería donde se desayunaba, para poder ver la Capella degli Scrovegni, que entonces no estaba tan controlada ni demandada como ahora; de hecho, la vimos solos, llegamos, preguntamos, nos abrieron la puerta y nos dejaron allí. Una maravilla. 

En Florencia, nos bajaron del bus en un chiringuito con vistas a la ciudad que estaba en la carretera que sube a San Miniato al Monte… y no subimos a verla. Le pregunté a la guía y me dijo que no daba tiempo. Igual os suena el sitio, es un chiringuito que está (o estaba) en un costado del Piazzale Michelangelo, que es uno de esos sitios “obligados” para tener una buena foto de Florencia. ¿San Miniato? ¿Una preciosa iglesia románica del siglo XI? Esto es justamente a lo que me refiero con “no hemos aprendido a viajar”. Si todo el mundo tiene en su album, en sus redes sociales, en su película de super 8, su video de VHS o su reel de Instagram la panorámica desde el Piazzale Michelangelo, si la foto aparece en todas las guías y documentales, será por algo, será lo más relevante, lo que más merece la pena. Y, por supuesto, entra también aquello de “si todos lo tienen, no voy a volver a casa sin haber estado”. Pues mira, yo también tengo esa foto desde esa plaza, yo también he ido, y está bien, pero me muero por ir de nuevo a Florencia, porque entonces no pude ver San Miniato y la segunda vez que estuve, tampoco.

Me cuesta un poco hablar de viajes ahora, con ese rechazo, esa condena al viajero. Entiendo el punto, la hartura, el rechazo a la masificación, pero no puedo dejar de amar el viaje, mi manera de entenderlo. Que ojo, no digo que sea la mejor, no sé si también estaré contribuyendo a ese deterioro. Intento no hacerlo, creo que mi forma de moverme es respetuosa, pero tampoco sé qué pasaría si todo el mundo lo hiciera igual que yo, quizá el problema sería igual.

Bulgaria, 2012. Viaje en tren desde Riga a Blagoevgrad. Me creía joven, pero necesitaba dos gafas para leer los billetes.

Me gusta pasear por las ciudades que visito, por sus barrios, no solo por el centro. He vuelto de todos mis viajes con una lista más larga de cosas para ver a la próxima que la lista de cosas vistas. Me gusta comer en mercados, pero de los de verdad, no los que ponen para turistas, sino aquellos en que compran las personas que viven en la ciudad. En Budapest, por ejemplo, comimos unos lángos buenísimos en el mercado de Hunyadi, con la ayuda de un albañil que hablaba algo de inglés y nos ayudó con nuestro pedido. Fue un rato muy bueno de charla, risas y comida sencilla. Me gusta traer algo de recuerdo, pero no imanes de nevera o cosas fabricadas expresamente como recuerdos, sino objetos que después utilizo: una falda de lino en Riga, una aceitera en Oporto, un portaminas en Berlín, un exprimidor de limones de madera de limonero en Marrakech. Los utensilios de cocina de madera son lo que más compro, pero también me gusta comprar lanas para tejer. En Nápoles compré lana para tejer calcetines, en Riga, varias madejas de lana con un intenso olor a oveja, igual que en Inverness o Sofia. De Estambul me traje una cuchara de madera que uso casi a diario y un molinillo de pimienta. He comprado sombreros, paños de cocina, manteles, tazas, libros infantiles en distintos idiomas… y he hecho muchísimas fotos, de los monumentos y de las calles normales, del centro y de los barrios, de parques, gatos, pájaros y flores, de esculturas, palacios y bloques de pisos, de iglesias católicas, ortodoxas, anglicanas, protestantes  y de mezquitas.

Riga, 2018. Probándome la falda de lino con la ayuda de la artesana que la confeccionó.

Nos hemos movido en transporte público en prácticamente todas partes: Italia, Portugal, Letonia, Bulgaria, Escocia… Hemos tenido agradables conversaciones con los locales y con otros viajeros. En una estación de tren de Portugal estuvimos casi una hora charlando con un soldado que volvía a casa de permiso. Él hablaba portugués, nosotros español, y entre los tres, “portuñol” avanzado. Tampoco puedo olvidar a la viejecita que nos alojó en su hotelito en Bansko, en Bulgaria. Cada mañana nos sorprendía con un desayuno diferente que preparaba sin preguntarnos: huevos revueltos, pan, ciruelas negras, queso ácido. Se sentaba con nosotros a la mesa mientras desayunábamos, no había más gente alojada, y nos daba conversación comentando las noticias de la televisión. Lo más curioso es que ella solo hablaba búlgaro y nosotros no pasábamos del “buenos días”, “gracias” y “un café”. Bueno, pues nos entendíamos, o esa impresión nos daba.

Es cierto que desde hace años recurrimos a la plataforma Airbnb para encontrar alojamiento, sobre todo porque dejamos de encontrar pensiones económicas. También lo es que los alojamientos que ofertan han cambiado muchísimo en estos años. En Palermo nos alojamos en casa de Massimo, él tenía allí sus cosas, cerraba con llave algunos armarios, ponía sábanas limpias y se iba a casa de su madre. Así se sacaba unos euros y nosotros teníamos tres noches en un diminuto apartamento en la ruidosa y animada Via Calderai, llena de ferreterías que hacían un ruido de mil demonios al abrir a las 8:30 de la mañana y exponer su mercancía en la calle. En Reikiavik, en cambio, nos quedamos en la casita de invitados que la familia de Hoskuldur tiene en el jardín. En Bath nos quedamos en uno de los dormitorios de la planta superior en casa de Alan y Kris, un matrimonio encantador que apilaba pancartas reivindicativas detrás de la puerta de entrada. Hemos tratado siempre de seleccionar anfitriones particulares, no empresas de esas que tienen cientos de casas. Cuando viajamos en familia, con los “peques”, dos de ellos celiacos, lo de ir a hoteles está descartado: solo vamos a apartamentos, pero igualmente buscamos opciones que parezcan éticas, aunque no podemos estar seguros. Nos gusta cocinar en casa con ingredientes propios de la zona, así que vamos a mercados a hacer la compra, buscamos recetas, compramos condimentos, y probamos todo lo que podemos de la gastronomía local, incluidos vinos.

Bath, noviembre 2019. Algunos rincones de la casa de Alan y Kris.

No sé si este relato está siendo demasiado largo, lo que si me parece es que sirve para mostrar la pasión por viajar que nos mueve. Además, como “pollito” de antropóloga, observar distintas formas de hacer las cosas (sentarse a la mesa, pedir la vez, hablar con los tenderos, cruzar la calle, viajar en transporte público…) me parece esencial; de hecho, no tengo claro si observo porque me apasiona la antropología o me apasiona la antropología porque observo. ¿Cómo podría prescindir de todo esto, de los paisajes, los sonidos en una ciudad que no conozco, los sabores y olores de un mercado al que entro por primera vez, la música de un idioma que apenas entiendo, el tacto de los tejidos y el ritmo diferente de cada lugar? Si miráis mis redes sociales, veréis que muy de vez en cuando publico fotos de viajes, y solo meses o incluso años después de hacerlos. Me da un poco de pudor, sé que no todo el mundo puede permitirse viajar y sé que mucha gente de los sitios que visito vive mucho peor que yo. Viajo para saber y para ser, para conocer y para construirme, para aprender, para no perder la capacidad de asombro y para mirar distintas realidades. Hay viajes que sé que nunca haré, porque me duelen y me asustan, no me atrevo a mirar la miseria demasiado de cerca, no me veo capaz de ir de visita al dolor si no voy a hacer algo por paliarlo. Es posible que no salga de Europa, en parte por miedo. Sí, miedo a realidades que no sé cómo podré asimilar. Soy así de cobardica. Pero seguiré viajando y aprendiendo y quizá, algún día, descubra como hacerlo mejor. 

Monte Etna, octubre de 2015.

Comentarios

  1. Una reflexión muy interesante, y que comparto prácticamente en su totalidad. Aunque es cierto que cada vez es más difícil (y caro) encontrar alojamientos, mercados y 'recuerdos' realmente originarios de cada lugar, y no caer en los hoteles, comidas e imanes impersonales y repetidos hasta la saciedad.
    Gracias por compartir.

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