Dos diarios

Todavía no he pensado en suicidarme. El espejo me asusta. Ahí detrás hay algo o alguien que inventa muecas para que crea que tengo mala cara a pesar de haber dormido quince horas seguidas. Y no ha sido por el alcohol. Debería haber bebido sola en la cocina hasta caerme de la silla, haber despertado en el suelo con la mejilla pegada a las frías baldosas y el pelo pringoso de ginebra. Debería haber llorado al despertar, al darme cuenta de que él se ha ido y entonces, coger de nuevo la botella y entre sollozos, arrastrar los pies por el suelo de madera del pasillo hasta el cuarto de baño. Y al mirarme al espejo, asustarme. Tengo los ojos rojos y la piel seca. El pelo revuelto. La boca seca. El espejo me enseña una lengua blanquecina. Si mi madre la viera me diría “tienes la lengua sucia” y me daría té para desayunar. Me pondría la manta eléctrica sobre el estómago y me daría una de esas pastillas que saben como el yeso de las paredes. Puedo creer que bebí anoche y