Cosas que escribí hace tiempo
El huerto de Adela

Como cada mañana, nada más levantarse, Adela sale a la puerta de la vieja casa y mira al cielo. Cubierto, gris oscuro en el horizonte, casi blanco donde debería estar el sol. Tras el café con leche y las dos magdalenas habituales, vuelve a la puerta y mira al cielo. Cubierto. Si no despeja, podría ser el día.

Alegre por la idea de que, quizá, haya llegado el momento, se viste canturreando. Se calza las botas de goma, se pone el impermeable, coge el cubo de plástico azul y sale de casa. De camino al huerto saluda a las vecinas, a las esquinas, al perro de nadie y a la sombra, tenue, de la iglesia.

El huerto la recibe húmedo y esponjoso, la tierra fértil se deja hollar y las berzas presumen de verde. Adela acaricia cada hoja con una mirada llena de sabiduría. Tú, la berza más pequeña, tú, la mata de judías más débil, tú, el ciruelo con dos ramas tronchadas por el viento.

Junto a la entrada del huerto, el perro de nadie la mira, amarillo y triste. Adela saca del bolsillo una magdalena y se la lanza. “Hoy es el día, perro de nadie”, le dice en un susurro y él contesta con un breve ladrido.

Adela mira al cielo, con la punta del pie abre un hueco en la tierra casi negra, musita una oración al dios de las cosas imposibles y poco a poco se va despojando de la ropa. El perro de nadie escapa de la lluvia que comienza a empapar el cuerpo desnudo de Adela. Brilla la piel blanca en contraste con el verde profundo de las berzas.

Cuando sale el sol, el perro de nadie conduce a las vecinas hasta el huerto. Un colchón de tierra y coles abraza el cuerpo repentinamente grávido de Adela. Las vecinas la cubren, le acarician la frente y, aún ausente, la llevan a casa.

Con la llegada del calor, las berzas del huerto paren pequeños seres blancos y Adela, otro niño verde que en el otoño se perderá en el bosque en busca de sus hermanos.

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