Desmontando a mi madre



© 2013 Mayte Sánchez Sempere

Mi madre fue siempre una persona absurda, de gustos estrafalarios y costumbres extrañas. Vestía de manera absolutamente inapropiada, no sólo para su edad sino para cualquier edad. Jamás conseguimos que se maquillase o fuese a la peluquería a peinarse, nunca consintió en arreglarse adecuadamente para ir, por ejemplo, a una boda. Mis hermanas y yo la dejamos por imposible cuando apenas habíamos dejado atrás la adolescencia y a pesar de las continuas recomendaciones de mis tías, decidimos no intentarlo más. Yo creo que perdió la razón o la vergüenza, o ambas cosas, cuando nosotras éramos pequeñas: se instaló en su extravagancia y no pudo ya salir de ella. En el fondo era buena persona, no digo que no, pero su falta de pudor nos hacía pasar muy malos ratos.

Mi madre murió hace apenas una semana y desde entonces mis hermanas y yo buscamos por todos los rincones de la casa la herencia que nos corresponde. En el banco apenas había 100 euros, nada en otras cuentas, ni seguro de vida, ni fondos de pensiones, nada. La casa prácticamente no vale nada. Es pequeña y vieja, los muebles parecen sacados de un mercadillo de pueblo; la vajilla y la cristalería, que eran finas y de calidad, están incompletas, porque nunca tuvo la prudencia de guardar las cosas buenas para ocasiones especiales. De la ropa ni hablamos. Todos estos trastos se los hemos regalado a una vecina suya que también está bastante loca, una chica de nuestra edad que se parece a mi madre más que nosotras tres juntas.

Poco a poco vamos sacando trastos de los armarios, metiéndolos en cajas y llevándoselos a la vecina, que celebra cada entrega con lágrimas y agradecimiento, al cincuenta por ciento. “¿De verdad queréis que esto lo tenga yo? ¿No lo queréis vosotras?”. Ni muertas queremos esas porquerías.

Ya casi no queda nada, hemos vaciado los armarios de su dormitorio, los del salón, el trastero… nada. Si hubiéramos montado un puesto en el rastro con todo lo que hemos sacado de allí no habríamos ganado ni veinte euros. Y en cambio la loca de la vecina está encantada. Acaba de llamar al timbre para preguntarnos si puede ayudar. Esta lo que quiere es fisgar a ver si saca algo de valor. Mis hermanas y yo hemos pensado en vender el piso, así que hay que vaciarlo por completo y cuanto antes terminemos, mejor. Está claro que aquí no hay nada que valga la pena, lo único que nos ha dejado mi madre ha sido basura.

─ ¿Puedo ayudaros?
─ Pues mira, sí. Vacía los muebles de la cocina, puedes quedarte con lo que quieras.

Sé que no me va a dejar en paz, que a cada cosa que encuentre me preguntará si no la quiero yo.

─ Y no te preocupes, no quiero nada. Quédatelo todo, sin preguntar. Lo que no quieras, lo tiras.
─ ¿A la basura? Podría venirle bien a alguien…
─ Haz lo que quieras, me trae sin cuidado.

Arruga la nariz y se mete en la cocina. Esta se cree especial, muy solidaria, muy ecológica. Una loca de categoría. No sé ella, pero yo cada vez que salgo de aquí necesito una hora bajo el agua caliente de la ducha. Mi madre tenía demasiadas cosas como para mantener la casa limpia, no sé si me explico… 

En el armario del pasillo encuentro una carpeta muy abultada. Dentro, dibujos hechos por mi y mis hermanas cuando éramos pequeñas. Otra de las estupideces sentimentales de mi madre. A la basura. También hay unas acuarelas pintadas por ella. Son bonitas, pero como nunca se molestó en promocionarse sé que no tiene ningún caché, así que lo único que podría sacar por ellas son disgustos y malas caras en las galerías de mis amigos. A la basura.

La vecina se asoma al pasillo.

─ ¿La comida tampoco la queréis?
─ ¿Comida? ¡Por supuesto que no! Tírala…
─ Mejor me la llevo y reviso qué está caducado y qué no.
─ Ya te lo he dicho, haz lo que quieras pero no me molestes. Esto no es agradable.
─ Claro, perdona –me dice con cara de pena. Qué asco de mujer-. Debe ser duro deshacerse de tantos recuerdos.
─ De tanta mierda, querrás decir –contestó con mala leche.

Me da la espalda y vuelve a la cocina. Parece enfadada. A ver si hay suerte y me retira la palabra.
Mis hermanas sacan dos bolsas de basura del estudio. Están llenas de pinceles, pinturas, cajas, cuadernos y dibujos sin terminar.

─ Esto no se acaba nunca –se queja una de ellas.
─ No logramos ver el fondo. ¿Dónde metería las joyas esa loca de atar?
─ Tienen que estar en algún sitio, a no ser que las vendiera y no nos dijera nada…
─ No creo, a mamá el dinero no le importaba. ¿Estáis seguras de que tenía joyas?

Vaciamos metódicamente el estudio y no encontramos nada. Ya sólo nos queda la biblioteca del salón, un batiburrillo de miles de libros colocados de cualquier manera. Me niego a tocarlos, el polvo debe datar de la edad de piedra.

─ ¿Qué hacemos con esto? –pregunto a mis hermanas.
─ Que se los lleve esa, si los quiere -dice la pequeña.
─ Lo mismo pueden venderse… -apunta la mediana.
─ ¡Bah! Por esto no nos darían ni los buenos días, no hay una sola colección completa y la mayoría son ediciones corrientes. Que se los lleve, me parece buena idea.

La vecina vuelve al salón y nos mira. Parece que se ha dado cuenta de que hablamos de ella.

─ ¿Te llevas los libros? –pregunto.
─ ¿Todos? –pregunta ella, abriendo mucho los ojos.
─ Sí, claro.
─ Oh… gracias, no sé qué decir, es demasiado… ¿seguro que no queréis ninguno?
─ Ninguno, te los puedes llevar todos, pero rápido, que queremos terminar con esto.

Vuelve a la cocina, coge dos cajas de cartón llenas de cosas y se asoma al salón.

─ Dejo esto en casa y vengo con mi chico a por los libros. Gracias, de verdad… 

-o-o-o-o-o-

Llego a casa cargada con dos cajas llenas con las cosas que había en la cocina de Pilar. Sus hijas se han empeñado en que me quede con todo. Están completamente locas, no entiendo como una mujer tan fantástica pudo educar a esas tres gorgonas. Parece que tienen prisa por desmontar la casa, todo les parece viejo o sucio… no tienen ni idea de lo que hacen. Los muebles de Pilar son todos de anticuario, su biblioteca es magnífica, sus pinturas extraordinarias. Y esas imbéciles que se creen tan listas lo quieren tirar todo a la basura.

Encima de todo lo que he cogido de la cocina está el bote de café de Pilar. Es una lata antigua de una marca de café italiano, blanca con dibujos de granos de café. Una preciosidad. Pilar le tenía mucho cariño, la tenía colocada en un estante abierto, expuesta como si fuera un adorno. Pilar tenía muchas cosas así, cosas antiguas que utilizaba a diario. Decía que no le gustaban esas casas que parecen museos, usaba todos sus pequeños tesoros.

Abro la lata y aspiro el aroma del café. Me parece mentira que Pilar haya muerto. Tengo ganas de llorar, tengo ganas de volver a verla, hablar con ella, tomarnos juntas un café… Sin pensarlo demasiado saco su vieja cafetera de la caja y la preparo. Mientras saboreo el café, denso, fuerte, espeso, molienda turca, como le gustaba a ella, me pregunto si las hijas de Pilar sabrán lo que vale una cafetera Eicke de 1880.

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