En el puerto

El tacto frío del noray le entumece las yemas de los dedos. Sentada sobre el hierro le da la espalda al sol que apenas asoma por el horizonte. Las casas de lo alto de la colina empiezan a brillar, doradas. La cúpula azul de la iglesia reluce de pronto. Filo mira el mar frente a ella, aún en penumbra; agua quieta por encerrada, agua turbia, por encerrada. El aceite tornasolado sobrenada la superficie casi negra. Huele a salitre.

Entre los dientes sujeta una hebra de hilo blanco. La distancia.

Las gaviotas ríen, cada vez más cerca. A su espalda, el mar golpea la barra del puerto. La espuma vuela sobre el muro de hormigón y el océano pulverizado brilla a la luz del sol. El pelo de Filo se cubre de minúsculas gotas.

Poco a poco aumenta el sonido de los motores y empieza a olerse el gasoil. Los barcos vuelven con el sol, como cada día. Amarran y descargan, y el muelle se llena de brillos plateados y risas de gaviota, de hombres cansados y redes empapadas. El olor del pescado fresco se mezcla con la podredumbre y el salitre. Voces, carcajadas, hambre.

Entre los dientes de Salva, una hebra de hilo blanco. La distancia.

Filo carga tres cajas, una sobre otra. Las coloca sobre su carrito y se seca las manos en el delantal:

- ¡Salva! – llama – Voy para la casa. ¿Vienes?
- Ahora voy, Filo, tengo que pasar por la cofradía.

Filo empuja el carrito de dos ruedas. El pescado refleja la luz del sol. Va a ser un día caluroso. Filo se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano y la detiene justo ante sus ojos. El anillo refleja la luz del sol.

Al caer la tarde vuelven juntos al puerto, el pelo mojado, la piel limpia y olor a colonia. El agua y el jabón se han llevado los otros olores: el pescado, el sudor, el sexo. La recia mano de Salva aprieta la de Filo. Palma áspera contra palma áspera. El barco le aguarda, escamas secas pegadas a la cubierta, salitre y espinas.

Una libélula se para sobre las redes, amarillo sobre verde, sobre azul, sobre hormigón gris caliente. El gato se despereza a la sombra, estira las patas y les mira. Espera. Les mira. De sus manos caerán peces resecos que han pasado el día perdidos en el oscuro vientre del barco. El mar es azul y naranja. Cuando el sol se esconde, cambia el sentido de la brisa y el barco se inunda de olor a palmera y jazmín, hinojo y romero. El pelo de Filo baila, los ojos de Salva sonríen, sus dedos se buscan.

oOoOoOoOoOoOoOoOoOoOo 

Medianoche, olor a gasoil. Filo y Salva se miran. Entre los dientes sujetan una hebra de hilo blanco que se parte cuando se separan. La distancia.

Comentarios

  1. Hacer visible lo invisible es don solo otorgado a los poetas, incluso cuando utilizáis la prosa. ¡Y qué prosa!¡Cuantas horas de trabajo para llegar a esta sencillez! Y esa última partida de Salva que nos deja con el alma en vilo y un vago desasosiego. ¡Qué maravilla!

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  2. Gracias por venir y por tus palabras, Jaime. Con comentarios así me apetece empezar inmediatamente a escribir otro relato :)

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