Último capítulo


─ ¿Cómo se siente hoy, abuelo? ─el dulce acento de la enfermera le abre a Ricardo la puerta de los recuerdos indianos que ha inventado para otros.

─ Jodido ─contesta, removiéndose incómodo en el sillón tapizado de eskay─. Me duele todo─. Subrayando sus palabras, el sillón emite varios quejidos agudos, la tapicería, un maullido grave y sus huesos, un crujido de maderas resecas.

─ ¿No escribió nada?─ pregunta la mujer, mirando la pantalla del ordenador portátil.

─ Nada, hoy no─ se mira las manos: las manchas ya ocupan todo el dorso, las arrugas y los huesos deformados hacen de esas manos, que son las suyas desde siempre, dos extraños instrumentos que no reconoce del todo.

─ Luego a la tarde le traigo un folletito que me dieron en el metro. Ya verá, seguro que le gusta. Es sobre una feria de libros viejos. Tiene unas fotografías muy lindas, seguro que le gusta─ cantarina la voz de la enfermera, acompañando una coreografía de mantas al aire y almohadas ahuecadas.

─ A mí no me gustan las cosas lindas─ contesta displicente el viejo, crujiendo de nuevo todo él, todo con él.

─ ¡Ay, bueno! Ya se me enojó el abuelo ─ríe ella, completando su higiénico recorrido por la habitación.

─ No me enojé… no estoy enojado –rectifica─, soy así. Vete ya. Y dile a Elzbieta que me prepare otro café.
─ Volando voy, abuelito gruñón –le sonríe, pero al darle la espalda para salir, la sonrisa se transforma en una mueca de asco y hartazgo.

En la cocina, Elzbieta, alta y seca como un árbol de otoño, prepara café para tres.

─ ¿Sigue enfadado? –pregunta, con un acento que a la enfermera le suena a espía rusa de película.

─ No se le puede soportar, al viejo maldito. A ver si ya de una vez me escucha la virgencita y se lo lleva, que aquí, ni vive, ni deja.

─ Nicole, sé lo que tú haces. No está bien, eso.

─ ¿Qué no está bien? No se te entiende cuando hablas, rusa vieja –la enfermera cruza las piernas y enciende un cigarrillo. El humo matiza la mueca en que sus labios se tensan hasta casi convertirse en dos filos rojos.

─ No te hagas tonta. ¿Por qué lees y copias lo que escribe? No está bien.

─ Lo leo porque es lindo, escribe muy bonito.

─ Nicole, eres mentirosa. Tú sólo lees revistas de vidas tontas, no libros –la cocinera se esfuerza por encontrar las palabras en español para echarle en cara a la colombiana todo lo que lleva callando durante meses.

─ ¡Oye, rusa, a mí nadie me llama mentirosa! Métete en tus asuntos y no tendrás problemas, ¿entendiste?

─ El viejo es mis asuntos –sale de la cocina dando un portazo. Desde fuera grita– Conozco otras como tú, conozco mucho.

Elzbieta golpea suavemente la puerta de la habitación:

─ ¿Se puede? Traigo café de señor –empuja la puerta con el pie y caminando estirada como una camarera antigua, se acerca para dejar la taza junto al ordenador–. ¿Necesita algo más?

─ No, gracias… bueno, sí. ¿Puedes quedarte un momento?

─ Sí, señor.

─ Elzbieta, ¿tú recuerdas algo de la guerra?

La mujer lo mira sorprendida.

─ ¿De la suya o de la mía? –acierta a preguntar.

─ De la tuya, de las deportaciones, de la invasión, de los campos… ¿recuerdas algo?

─ Yo era niña cuando vivía en Polonia. Vivía en pueblo pequeño, en campo. No recuerdo. Mi madre me contaba, y mi abuela, pero yo recuerdo sólo nieve y mi padre que se fue y no volvió. Ya soy vieja, no recuerdo casi.

─ ¿Cuántos años tienes, Elzbieta?

─ Casi setenta… soy vieja –la mujer tiene los ojos llenos de nieve y padre.

─ Yo soy más viejo aún… mucho más viejo. Yo no me acuerdo de casi nada –termina la frase en un susurro tan leve que Elzbieta tarda en juntar los sonidos y comprenderlos.

─ Usted escribe recuerdos… –pero no es una afirmación sino una pregunta o quizá, simplemente, incredulidad.

─ Los invento, Elzbieta. Llevo años inventándolos. No hay una sola palabra de verdad en todo eso, ni una.

La anciana polaca sonríe. Los ojos se le iluminan.

─ ¿Todo es mentira? –pregunta sin dejar de sonreír.

─ Todo. Pero nadie puede saberlo… ¿puedo confiar en ti?

─ Sí, señor. Seré como tumba –responde ella, haciendo gesto de cerrarse la boca con una cremallera.

─ Cuéntame algo de tu guerra, lo que te contaron tu madre y tu abuela. Cuéntame, necesito alguna verdad, para variar…

Dos horas después la enfermera los encuentra todavía charlando.

─ A ver, abuelo, que toca asearse para comer. Elzbieta, avísanos cuando esté todo listo. ¿Se siente mejor? Déjeme que le ayude a levantarse.


El viejo se apoya en el brazo de la chica para levantarse. Ella le acaricia la mano y le sonríe.

─ ¿Ya escribió algo? –pregunta mientras empieza con la rutina de aseo diario.

─ No.

─ ¡Ay, viejito! ¿Por qué me quiere tan mal, con lo que yo lo cuido? Ande, vamos despacito al baño. Cuénteme, ¿qué habló con la rusa?

─ Es polaca.

─ ¡Ay,bueno! Qué más dará, si son todos igual. De sangre fría, como los lagartos. No como usted o yo, que tenemos sangre caliente.

─ Yo no.

─ Ah, pero si usted vivió en el Caribe, si que tiene sangre caliente, hombre. A ver, levante el brazo, que no puedo sacarle la camisa así– le quita la camisa y al hacerlo, le pellizca a propósito –. ¡Ay, perdone, fue sin querer! ¿Le hice daño?

─ No.

─ Abuelo, ¿me dejará leer sus memorias?

─ Tú no lees, te vas a aburrir.

─ ¡Ay, no! Con lo que yo le quiero, a mi viejito. No leo otras cosas, pero las suyas sí. Es lindo saber dónde vivió y qué hizo, saber de sus mujeres y sus negocios… tiene usted una vida muy interesante.

Ya aseado y con una camisa limpia, el viejo se queda mirando el ordenador portátil. Allí dentro descansan sus recuerdos indianos de cartón piedra, la novela en que ha convertido su vida. Nicole le observa.

─ ¿Le vino la inspiración justo a la hora de comer? ¿Quiere escribir un rato?

─ No. Quiero comer. Vete a casa, ya me ayudará Elzbieta a acostarme.

─ Hoy se levantó imposible, abuelo –ríe ella–. Ande, seguro que después de la siesta está mejor. Tenga un besito, ya verá como le alegra –y le besa en la mejilla. Él la aparta con el codo.

─ No seas pegajosa, no me gusta que me toquen.

─ ¡Ja, ja, ja! –ríe ella, demasiado–. Se está haciendo viejo de verdad, si no quiere que le toque una hembra. Mañana le voy a dar un masajito que le va a recordar lo que es un hombre, abuelito.

Sentado a la mesa de la cocina, el viejo mira como se mueve Elzbieta. Tiesa, elegante, seria, la mujer trabaja sin dejar de fijarse en si necesita algo. Le rellena el vaso de agua, le retira el plato en cuanto termina, le sirve de inmediato el segundo. Ni una palabra, ni un solo roce. Cada uno en lo suyo: él, comiendo, ella, sirviendo, los dos recordando pasados que nadie más conoce.

─ En tu guerra había malos y buenos, Elzbieta. Ahora todos lo saben, entonces no. Entonces había gente que estaba en el bando de los malos sin saberlo.

─ En todas guerras hay eso. En guerra nadie es bueno todo el tiempo.

─ ¿Y después? Todos creen que yo era de los buenos, que vivía lejos pero luchaba desde allí por los de aquí.

─ ¿También eso es mentira? –pregunta la mujer sentándose frente a él.

─ También. Ya te he dicho, todo es mentira, toda mi vida y todos mis recuerdos. Todas las medallas que me han dado deberían ser de otros; todo el éxito, todo. ¿Qué debería hacer?

─ No entiendo…

─ ¿Debería confesar, escribir ese último capítulo de mis memorias contando la verdad? ¿O debería dejar en paz al personaje, dejarle morir tranquilo? ¿A quién le importa lo que fue y lo que no?

─ A usted le importa.

─ Pero ¿a quién más? No queda nadie, Elzbieta. No tengo a nadie.

Desde la puerta, Nicole, que acaba de volver de la calle, interviene melosa mientras se guarda el teléfono móvil en el bolsillo:

─ Me tiene a mí, viejito.

─ ¡Lárgate! Te he dicho que Elzbieta me ayudaría. Vete ya.

─ ¡Ay, bueno, no se me ponga así! Se me olvidó una cosita en el cuarto… -se lanza escaleras arriba mientras Elzbieta le dedica una severa mirada de advertencia.

El viejo y la cocinera callan, parece una representación teatral que el director ha interrumpido durante unos segundos; los protagonistas quietos, callados, repasando mentalmente sus últimas palabras para no perder el hilo del diálogo. Ricardo se siente, aún más, un personaje que conoce muy bien su papel.

Por fin, Nicole vuelve a bajar. Elzbieta la ve meter algo en el bolso, seguramente el pen-drive en que copia las memorias del viejo. Al atravesar la cocina, Nicole le guiña un ojo a Elzbieta y le sonríe con absoluta maldad:

─ Adiós, rusa; adiós, mi viejito –y sale dando un portazo.

La cocinera se queda mirando a la puerta durante unos instantes.

─ No vuelve –dice.

─ Mejor –contesta el viejo-, estoy harto de ella: tanta sonrisa, tanta miel y tan poca sinceridad.

─ No vuelve y hace algo malo, seguro –insiste preocupada Elzebieta.

─ Es igual –durante unos instantes su mirada se pierde-. Voy a hacerlo, Elzbieta, voy a cerrar las memorias con la verdad. Para cuando se publiquen, ya estaré muerto… –y su sonrisa se llena de amargura y determinación.

* * * * * * * * *
Sentada en el plató de televisión, Nicole repasa mentalmente lo que va a decir. Aprieta con fuerza los papeles en que ha impreso las partes más jugosas de las memorias del viejo. Un técnico de sonido le coloca el micrófono y le advierte que lleve cuidado con las manos para no moverlo. La maquilladora le da un último retoque. Todos ocupan sus puestos, alguien avisa que están a punto de entrar en antena y el estómago de Nicole se encoge.

─ Tal como les hemos anunciado antes de la publicidad, esta noche vamos a desvelar los más oscuros secretos de un famoso escritor –la presentadora, chillona, escotada, vulgar, hace un gesto con la mano hacia Nicole, que ve como se enciende la luz que indica que está en pantalla.

Nicole sonríe triunfante.

─ Nicole Mendoza tiene en su poder un adelanto de lo que serán las memorias del recientemente fallecido Ricardo Díaz Mascaró –continua la presentadora-. Buenas noches, Nicole.

─ Buenas noches –contesta ella. Se siente como el día de su primera comunión, protagonista absoluta.

─ Dígame, ¿es cierto que Ricardo tiene un hijo ilegítimo en Cartagena de Indias?

Y el circo se pone en marcha.

* * * * * * * * *
Sentada frente al televisor, entre las manos un ejemplar de las memorias recién salido de imprenta, Elzbieta piensa en cuántos ejemplares se van a vender después de la jugada de Nicole. Piensa en el testamento de Ricardo, que le cede a ella todos los derechos y en el último capítulo, que desmiente todo lo que Ricardo dijo alguna vez sobre si mismo. Elzbieta mira a la Nicole de la pantalla y sonríe.


(Ilustración: © Mayte Sánchez Sempere 2013 Collage realizado a partir de imágenes publicitarias)

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