Dos diarios


Todavía no he pensado en suicidarme.

El espejo me asusta. Ahí detrás hay algo o alguien que inventa muecas para que crea que tengo mala cara a pesar de haber dormido quince horas seguidas. Y no ha sido por el alcohol. Debería haber bebido sola en la cocina hasta caerme de la silla, haber despertado en el suelo con la mejilla pegada a las frías baldosas y el pelo pringoso de ginebra. Debería haber llorado al despertar, al darme cuenta de que él se ha ido y entonces, coger de nuevo la botella y entre sollozos, arrastrar los pies por el suelo de madera del pasillo hasta el cuarto de baño. Y al mirarme al espejo, asustarme.

Tengo los ojos rojos y la piel seca. El pelo revuelto.

La boca seca.

El espejo me enseña una lengua blanquecina. Si mi madre la viera me diría “tienes la lengua sucia” y me daría té para desayunar. Me pondría la manta eléctrica sobre el estómago y me daría una de esas pastillas que saben como el yeso de las paredes.

Puedo creer que bebí anoche y escribirlo en el diario como si fuera verdad. Y luego, en el otro diario, el que ni siquiera yo puedo leer, escribir la verdad. Anoche no bebí. Cené una tortilla francesa mientras miraba los folletos del hipermercado y marcaba con bolígrafo las cosas que quiero comprar. No me caí de la silla. Me acosté a las ocho de la tarde con los ojos secos, porque nunca he llorado por él. Él no existe, tampoco.

Por eso todavía no tengo pensado suicidarme. Cuando lo piense, lo escribiré en los dos diarios y dejaré a la vista el que está lleno de mentiras y poemas, que también son mentira. Dejaré el diario a la vista para que quien me encuentre muerta lo lea y crea que sabe por qué me suicidé y así no tendré que sentirme mal por no haber vivido nada interesante, porque eso será algo que sólo yo sabré.

Escribo en el diario que anoche me caí borracha de la silla de la cocina y que no recuerdo nada, que me he despertado en el suelo y he creído verle a mi lado, hasta que me he dado cuenta de que se fue. En mi diario, él tiene nombre: M. Le llamo así para que resulte más real, como si aún le amase y no quisiera que nadie supiera quién es, como si quisiera protegerle de los demás, de los que le odiarán cuando encuentren mi cadáver y mi diario. M es alto y guapo, rubio y canadiense. Así es más difícil que intenten buscarle. M me quería pero la vida le ha obligado a marcharse. No quiero que parezca mala persona, no quiero que los que lean el diario piensen que soy una ingenua o una imbécil incapaz de darse cuenta de que la están engañando. A pesar de que tengo que aparecer como la víctima, no quiero dar pena.

Si me suicido, daré pena. O me odiarán. Pero también dirán que mi sensibilidad es tan grande que no he podido soportar el inmenso peso de la vida, que los golpes me han hecho buscar un reposo, que mi visión poética de la vida me ha empujado a ponerle fin porque me duele demasiado seguir respirando. Eso será, claro, cuando haya decidido pensar en suicidarme. De momento no lo he pensado.

Tengo casi treinta y cinco años. En el diario he puesto alguno menos, no quiero que crean que estoy entrando en la crisis de los cuarenta. Tengo casi treinta y cinco y estoy sola. M no existe, pero tampoco hay ningún P. En el diario P es mi mejor amigo. Homosexual, claro. Tampoco tengo ningún trastorno mental, eso lo he inventado para el diario. He inventado una enfermedad y un médico, un psiquiatra: el doctor V. Si no doy el nombre de nadie, no se puede comprobar que es todo falso.

No son mentiras, es libertad. Dicen que tenemos derecho a hacer lo que queramos con nuestras vidas y yo lo hago.
He dormido quince horas y no tengo hambre. En la bandeja hay un vaso con leche tibia. El sobre de café descafeinado me pone nerviosa. Siempre espero que sea dorado por dentro, ya no me acuerdo por qué, pero debería ser dorado por dentro y yo debería alegrarme de que lo fuera y escribirlo en mi diario porque habría ganado algo. Un viaje a Las Vegas. Para casarme con M. M es canadiense. El viaje es a Toronto. El café me gusta más cargado. He dormido quince horas pero no es porque bebiera anoche. Me acosté pronto. M se había ido.

El espejo me asusta.

El diario dice que anoche bebí demasiado y debería dolerme la cabeza. Me tomo una pastilla blanca con el café, para el dolor de cabeza. El sobre del café es dorado, en mi diario. Una esperanza remota, una ilusión para un alma atormentada. Escribiré que por fin tengo suerte y voy a viajar al lugar en el que seguramente M estará esperándome. Las casualidades son muy literarias. Por eso los hijos perdidos encuentran a sus padres en las novelas y en la vida real ni siquiera saben que tienen padres perdidos. Mi diario tiene que parecerse más a la vida. El viaje será a Colombia. Tiene más sentido. Por el café.

El sobre de café es plateado en la papelera que hay junto a la cama. Se ha quedado boca arriba y parece un pez muerto sin ojos, un pez leve a punto de echar a volar en busca de su cabeza y sus tripas. Un pez de aire y hielo que huele a café. Al pez muerto lo escribo en el otro diario, el de la verdad: no puede estar junto a Colombia.

La manta también está en el otro diario, el de las verdades incómodas. Es una manta corta que nunca me abriga los pies, una manta que cada día es más corta, justo ahora que cada noche es más fría. Me enrosco la manta alrededor del cuello y la cabeza. Así no veo el espejo que me asusta. Escribiré que soy como Frida Kahlo e invento tocados especiales que no realzan mi belleza pero sujetan mis ideas y las abrigan. El aire se templa dentro de la manta, la luz desaparece, los sonidos se amortiguan. La ideas se calman y dejan de moverse en un remolino de palabras. Las ideas se duermen. Así podría escribir en el diario falso que estoy tranquila y que medito sobre mi triste existencia. Sobre su ausencia.

Lo escribo. 

El suelo está frio y me pincha las plantas de los pies. La manta cae al suelo y la piso, arrastro los pies sobre ella, patino por la habitación sobre la manta. El suelo se inclina y no puedo frenar. Choco contra la pared. Me sangra la nariz. Me da miedo.

Escribo en el diario mucha sangre y una herida en la frente. Con un algodón taponando la nariz, escribo un accidente doméstico provocado por la resaca. Alcohol, desamor y sangre; está quedando muy bien. En el diario de la verdad escribo que me he puesto a llorar al ver la sangre y ha tenido que venir una tata a curarme y abrazarme.

Tengo que pensar en suicidarme antes de comer, para que no me sorprenda ese sueño extraño de la siesta. Si me duermo, olvidaré que tenía que pensar en suicidarme y todo volverá a empezar y tendré que escribir en el diario de la mentira cualquier cosa, y en el de la verdad no podré escribir nada porque la siesta es como un lugar inexistente en el que no estoy.

Los dedos de los pies parecen pequeños seres vivos, redonditos, con un caparazón duro y una barriga blandita. Se mueven casi solos. Me sorprenden a veces moviéndose sin que yo piense en ellos. Se han quedado fríos. Escribo en el diario que han bajado las temperaturas tanto que se me congelan las lágrimas de amarle. Escribo que he recibido una carta en la que un sargento de un ejército me dice que M ha muerto en una guerra llena de arena y sol. El sargento me informa de cuánto me amaba M. Firma como S y me dice que M fue un héroe y en las dunas ardientes su sangre se ha convertido en un oasis en el que sus compañeros de armas beben el agua purificante del valor del soldado, se sacian de heroísmo y cargan sus armas para disparar contra ese enemigo cruel que les acecha. El sargento S me desea buena suerte y un duelo breve. La muerte de M parece un buen detonante para el suicidio.

En el diario de la verdad escribo que me duele el oído. Escribo que la tata me ha traído una bandeja con sopa de fideos y merluza rebozada. Y un flan. Hay una píldora roja junto al vaso de agua. Escribo que no voy a tomarme la píldora para no dormirme hasta que haya pensado en suicidarme.

En el otro diario escribo que busco en el armario de la cocina los somníferos de mi madre. Escribo que abro una botella de ginebra y me quedo mirando las pastillas, pensando si le encontraré al otro lado. Escribo que no sé si hay un cielo para los suicidas ni sé si los soldados que se van a una guerra de arena sin que nadie se lo pida no irán a ese mismo cielo. Escribo que hay un mapa sin carreteras ni nombres del lugar al que van los que se quitan la vida y los que provocan que otros se la quiten. El mismo lugar al que van los muertos que nunca quisieron a nadie y las tatas que pegan y meten pastillas en la boca a la fuerza.

En el diario de la verdad escribo: “Hora de la siesta”. La tata me mira con odio mientras se frota el mordisco de la mano. Cierra de un portazo y la píldora roja del sueño blando se mezcla con mis diarios y hace que las letras bailen y cambien de lugar; las palabras ya no se entienden.

Todavía no he pensado en suicidarme. Lo haré después de la siesta.

(Ilustración: © Mayte Sánchez Sempere 2013 Collage realizado a partir de imágenes publicitarias)

Comentarios

  1. Mayte, me ha gustado mucho... La mezcla de los dos mundos, el de la imaginación y el de la verdad es espléndida, de verdad... Yo, como romántico incurable, prefiero el diario de mentira, la verdad (pero sin suicidio al final)... Un beso muy grande ♥

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    1. Me alegra que te haya gustado... tenía mis dudas porque he querido contar muchas cosas en muchas capas y no sé si se entiende o no.
      Besos y gracias por dejar huella :)

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  2. No importa que se entienda o no, es una pieza literaria de calidad, intrincada y compleja. Un enorme ejercicio literario. Me ha enganchado de principio a fin.

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