Art Nouveau

Siempre llueve en París. La lluvia empapa el chal negro de Marie, se condensa en sus pestañas y en la punta de la nariz helada. Marie sube despacio hacia la buhardilla con cuidado de no tropezar; los escalones de madera, gastados y desiguales crujen bajo sus pies. En las manos, una pequeña jarra de porcelana desportillada llena de chocolate.

En el estudio hay goteras y hace frío. Siempre hace frío en París. Marie busca en la mesa, manchada de pintura, un espacio vacío para dejar la jarra. Deja el chal mojado sobre el diván y los botines ruedan bajo una silla. Por la ventana entra una luz gris, triste y fría. Los tejados de Montmartre brillan empapados, los colores se disuelven en la lluvia otoñal y Marie, sin darse cuenta, se muerde el labio inferior.

Mediocre”, murmura. Conscientemente, como en un acto de reafirmación, da la espalda al París del otro lado de la ventana. Los lienzos pintados se acumulan apoyados contra las paredes del estudio, que huele a humedad, a pintura y a verdura hervida. Sobre el caballete una tela blanca, como un altar preparado para la ceremonia, domina el pequeño espacio en que Marie ha pasado los últimos años. “Mediocre”, vuelve a murmurar con los ojos fijos en el rectángulo inmaculado.

Marie se sienta frente al caballete. La silla tapizada en damasco deshilachado cruje bajo su peso. Acerca la nariz al lienzo y mira con atención una esquina donde se transparenta ligeramente una forma gris. Necesitará más pintura blanca. Con cuidado acaricia la tela. A través del relieve de las pinceladas tapadas vuelve a ver el cuadro cuidadosamente borrado: Marie desnuda, sonriente, sentada en una banqueta de madera y apoyada en una mesa sobre la que un frutero tumbado vuelca su contenido, como un cuerno de la abundancia. La postura es forzada, casi grotesca de tan retorcida. El desnudo pretendía ser erótico y delicado pero el artista no ha sido capaz de dotarlo de sensualidad. Las manzanas están demasiado cerca de sus pechos y se les parecen de una forma ridícula. Es, simplemente, un cuadro malo. Tan malo que el artista no ha podido venderlo y se lo ha regalado a Marie como pago por las horas de posado. “¡Las musas también comemos!”, le gritó Marie.

Musa y amante de un artista o de varios, según el momento. Musa, amante y artista en Montmartre, 1900, donde las buhardillas escupen cuadros y las esculturas asoman por las ventanas. Musa con hambre y frío, artista “mediocre”, como la calificó hace apenas unas horas el crítico que acudió a su estudio. Hace meses que los huesos intentan transparentarse en sus mejillas, meses en que cada moneda ha supuesto un dilema: ¿comida o pintura? Musa a la que algunos artistas han pagado con francos y otros con tubos de oleo, modelo cada vez más fría, amante a veces, a cambio de comida y algo de calor. Y artista, aunque solo ella lo crea.

Marie observa atentamente la forma gris en el cuadro y poco a poco sus pupilas adquieren el brillo de la locura y la creación. Ve algo, algo que nadie más podría ver porque es la artista la que mira. Su mano se dirige de forma automática hacia la mesa y coge un pincel con el que acaricia la tela. Las pinceladas imaginarias dibujan ante sus ojos una escena que no puede esperar. Ve a una mujer enflaquecida arrodillarse ante otra vestida de gala, una mujer semi desnuda toda huesos alargando la mano para rozar simplemente una capa de piel; una mujer reseca que abraza un capitel de mármol derribado, una artista que se muere de hambre y suplica en busca de un mecenas. En el rostro de Marie se dibujan las expresiones de las dos protagonistas del cuadro a medida que el pincel seco acaricia la superficie blanca. La imagen ya está dibujada, solo le falta el color. Con gesto desesperado sus ojos recorren la superficie de la mesa. Tubos vacíos, costras resecas de pintura, nada con que pueda fijar sobre la tela la imagen que baila entre sus dedos.

De pronto sus ojos hambrientos se detienen en la jarra de chocolate, todavía humeante en el frío del estudio. Sin pensarlo, moja el pincel en el líquido templado y extiende el pigmento marrón sobre el oleo blanco. Demasiado líquido, el chocolate escapa del trazo y se extiende en goterones que escurren hacia abajo. Marie acerca la cara al lienzo y lo lame. El sabor dulce le recuerda el hambre que tiene. Su lengua acaricia las pinceladas tapadas, borra el trazo, lo limpia. De nuevo empapa el pincel en el chocolate y mancha la tela, de nuevo su lengua borra lo que su mano dibuja. Extiende el chocolate con el pincel y con los dedos de la mano izquierda le da forma, con la lengua y los labios borra y modifica. El dibujo empieza a tomar forma, Marie pinta con los dedos, con la boca, con el hambre.

En el centro del estudio la tela descansa en marrones. Recostada en el diván, la jarra vacía entre las manos manchadas, Marie saborea su obra.

Comentarios

  1. Que maravilla Mayte. Si es un libro, me encantaria poder leerlo. Y si es un relato tuyo......me quedo sin palabras. Enhorabuena amiga.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Curiosidades tejeriles IV - la fibra de angora

Curiosidades tejeriles XII - Los grosores del hilo

Tres milagros