Dos espigas y una rama de olivo

- Sadira –decía Fareeda-, la caja está casi llena – y le enseñaba la lata de cigarrillos Dimitrino, prácticamente llena de monedas.

- Sadira –decía Fareeda -, estos son tus ahorros, para cuando te cases – y acariciaba, orgullosa, las monedas de 25 Kuruş [1].

- Sadira –decía Fareeda -, mi madre hizo lo mismo; desde siempre en nuestra familia se ha hecho así – y hacía tintinear las monedas dentro de la lata.

Sadira entra en el pequeño apartamento de Spremberger Strasse [2] que comparte con Firuze. Huele a café y a canela. Deja sobre la mesa de la cocina la bolsa llena de verduras que ha subido del mercado y empieza a vaciarla, acariciando cada pieza. Los pimientos y las berenjenas brillan.

- ¿Has comprado pescado? – pregunta Firuze desde su habitación.
- Sí… y pan.

Sadira se afana en la cocina recogiendo la compra. El pescado brilla. Firuze, a contraluz, pregunta desde la sala pintada de azul intenso:

- ¿Hace falta leche?
- No, creo que queda bastante.
- ¿Qué vas a hacer esta tarde?
- Iré al museo…
- ¿Otra vez?
- Sí.

Firuze se despide y baja las escaleras. Sadira se queda sola. En el armario de su habitación la lata llena de Kuruş inservibles aún guarda el olor a rosas de su madre. Sadira acaricia las monedas de Fareeda: dos espigas, una rama de olivo. El relieve le llena los dedos.

En el museo, Sadira mira otra vez a través del cristal de la vitrina. Monedas persas. Los ahorros de alguna antigua Fadeera, fusionados con forma de vasija, descansan ahí dentro.

- Sadira –decía Fareeda -, mi madre hizo lo mismo; desde siempre en nuestra familia se ha hecho así.

Los ahorros para una boda, enterrados bajo un olivo o en un campo de trigo, perdidos durante siglos. Monedas persas. Tan inútiles como sus Kuruş.

- Madre… Soy un árbol sin raíces [3], como la rama de olivo, como las espigas de tus Kuruş. Madre ¿dónde están mis raíces?

Sadira es alemana y no se siente alemana. Es turca y no se sabe turca. Sadira es griega, por su bisabuela y búlgara por su abuelo. Sadira es un árbol sin raíces. Sólo las monedas la unen al pasado, los Kuruş de su madre, las monedas del museo. El relieve del metal ya sólo sirve para unir las yemas de sus dedos con las de su madre. Un puñado de círculos de acero extrañamente cálidos le traen del pasado las caricias de Fareeda. Mira las monedas de la vitrina. En su relieve, el tacto de alguna antigua Sadira añorando a su madre muerta.

- Soy persa – le dice a Firuze -, las dos somos persas.
- No – contesta Firuze –, somos turcas.
- Tu nombre es turco [4], tus padres son turcos, nuestra comida, nuestro café, son turcos. Pero eres tan persa como yo.
- No deberías ir tanto al museo…
- Firuze, somos persas. Bajo los pies, siempre, una tierra demasiado pequeña y un camino interminable por delante. ¿No te das cuenta? Tenemos el lapislázuli y la canela: somos persas, porque no podemos ser otra cosa.


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[1] Kuruş: moneda fraccionaria turca.
[2] Calle berlinesa del distrito de Kreuzberg, conocido como “pequeño Estambul” por el número de turcos que viven en él.
[3] El nombre Sadira  hace referencia al azofaifo.
[4] Firuze significa “turquesa”.

Comentarios

  1. Creo que si hubiera leído este cuento sin saber de quien era, lo habría reconocido como tuyo. La precisión y contundencia de los diálogos, lapidarios. Los retratos, casi hologramas táctiles, de los personajes y de los objetos...
    Lo malo de buscar nuestras raíces es que nos acabamos enmarañando en ellas. Yo prefiero, con Maalouf, hablar de orígenes.
    Siempre he dicho que, cuando un poeta escribe en prosa, lo hace de otra manera que el prosista habitual. Leyendo tus narraciones, me reafirmo.

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  2. Me ha gustado. Me encanta la forma en que haces florecer los sentimientos...

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